Las Sendas de Elohim

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Dos almas. Un secreto cósmico. Un amor que despierta la memoria de las estrellas. Las Vías de Elohim — donde la ciencia de las letras encuentra el amor sagrado, y donde cada paso es una invocación.

Descrizione

Una novela iniciática donde el amor se convierte en la llave del saber originario — y donde cada letra, cada estrella, cada suspiro es un fragmento de memoria cósmica.

632 después de Cristo. El Imperio Sasánida quema las bibliotecas. La Arabia naciente borra los cultos antiguos. Las órdenes secretas persiguen a los últimos depositarios de un saber prohibido: aquel que revela que la creación, más que un acto, es una frecuencia. Una estructura. Un canto.

En los acantilados abrasadores de Al-Ula, dos almas solitarias se encuentran.

Layla, cartógrafa de las estrellas, huye de las llamas de Persia con un baúl de cuero que contiene fragmentos de textos malditos — y una “lámpara de Salomón”, reliquia de una ciencia olvidada.

Ilyas, calígrafo sagrado de La Meca, escucha vibrar las letras hebreas como cuerdas cósmicas — cada Alef, cada Beth resonando como una nota del universo.

No se conocen. Sin embargo, una frase los une, grabada en un manuscrito quemado de Axum: Beréchit anuncia al Hijo.

¿Una profecía? ¿O un código? Una estructura, la del comienzo perpetuo.

Esta novela es una promesa escrita en las estrellas, las piedras y los latidos de dos corazones en busca de unidad.

Guiados por el mapa de los Doce Vientos, una piedra negra proveniente de la Merkavah, y la intuición de que su amor es mucho más que un sentimiento — que es un estado de conciencia — atraviesan los desiertos de Arabia, los templos de Etiopía, hasta las orillas del Nilo. Allí, en la Casa de las Resonancias, descubrirán que el Libro de Tubal-Caín no está hecho de tinta y pergamino…

Sino de energía.

De unión.

De memoria estelar.

Las Vías de Elohim no es una novela. Es una iniciación. Una inmersión sensorial en un mundo donde la ciencia es sagrada, donde las letras cantan, donde las estrellas son espejos — y donde el amor verdadero es la más poderosa de las tecnologías espirituales.

Este libro habla a quienes sienten, bajo el ruido del mundo, otra música.

A quienes creen que la verdad no se encuentra en los libros — sino entre las letras.

Que el comienzo no es un punto, sino una espiral.

Informazioni aggiuntive

Número de páginas

64

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Capítulo 1: La Cartógrafa de las Estrellas

Al-Ula, Arabia, 632 d.C.

El polvo de Al-Ula giraba en la luz matutina, cada grano cargando el peso de una época olvidada. Layla caminaba desde hacía siete días sin descanso, sus sandalias destrozadas dejando tras de sí huellas efímeras en la arena ardiente. A sus veinticinco años, sus ojos oscuros reflejaban una determinación feroz, pero también el miedo de ser alcanzada. Contra su pecho, un maletín de cuero contenía todo lo que le quedaba de su vida pasada: fragmentos de conocimiento arrancados de las llamas de los inquisidores sasánidas. Bajo su túnica, un medallón de cobre calentaba contra su piel, como un recordatorio constante del peligro que la perseguía.

El viento soplaba entre las rocas, trayendo consigo un olor a tierra seca y especias lejanas. Layla se detuvo un instante, secándose el sudor que le picaba los ojos con un trozo de lino gastado. Su mirada barrió el horizonte, buscando desesperadamente los puntos de referencia indicados en el mapa de los Doce Vientos. El sol, ya alto en el cielo, transformaba las piedras en ríos de oro líquido, mientras que las sombras se alargaban como dedos amenazantes.

Ante ella, los acantilados se alzaban, esculpidos por manos invisibles. Algunas formaciones parecían demasiado perfectas para ser naturales: arcos, columnas, siluetas casi humanas emergiendo de la bruma de calor. Su corazón latía con fuerza. Reconocía esos contornos, los había visto en un rollo de Axum: el testimonio de un saber antiguo que podía cambiarlo todo.

Bajo esa luz implacable, la ciencia de los astros se mezclaba con un fervor sagrado. Cada paso de Layla era una invocación, una oración para escapar de sus perseguidores. Sus pies se hundían en la arena caliente, dejando tras de sí huellas que no durarían. Cerró los ojos, respirando profundamente. El aire olía a polvo y un toque de incienso, como si un templo invisible aún rezara.

Más allá del horizonte tembloroso, encontró finalmente las ruinas de Madâ’in Sâlih, ciudad nabatea donde la piedra respiraba. Las rocas erguidas como centinelas llevaban inscripciones grabadas en alfabetos mezclados: letras arameas, símbolos coptos, jeroglíficos antiguos. Todos hablaban de un misterio: un “fuego en el agua” y “barcos que no flotan”. Bajo la superficie de estas piedras latiría, se dice, una ciencia vibratoria olvidada. Layla conocía esas palabras. Su padre las había traducido antes de que los guardias del Sha los arrestaran. Esa noche, los libros se quemaron… y con ellos, quienes los leían.

Sintió una memoria ajena palpitar bajo su piel. Este lugar la miraba, la juzgaba. Se sentó sobre un bloque calentado por el sol y abrió su maletín. Piedras imantadas yacían allí, dispuestas según un esquema complejo. Brújulas rudimentarias antiguas. Mapas trazados en hojas de palma. Y, en el centro, un objeto con reflejos de ámbar: una pila de Bagdad en miniatura, cobre y hierro incrustados — su “lámpara de Salomón”.

Una ráfaga de viento trajo el crujido de las palmeras datileras y el olor dulzón de frutas maduras. Layla desplegó un rollo de seda cubierto de símbolos persas e ideogramas coptos: el mapa de los Doce Vientos, su obra. Doce puertos sagrados, espejo de las doce tribus, de los doce apóstoles, de los doce meses — tantas etapas hacia lo que ella llamaba el Espejo del Cielo.

Siete días antes, en Alejandría, un comerciante etíope le había confiado un manuscrito quemado, encontrado en un templo olvidado de Axum. En sus páginas, un lenguaje híbrido, arameo y copto, describía espirales, cálculos de alineaciones estelares, y una frase repetida como un conjuro: Beréchit anuncia al Hijo.

Ella rozó las letras oscurecidas. Descifró lentamente la única palabra escrita en hebreo del pergamino: Bar (hijo), Alef Shin (fuego divino), Yod Tav (manos de Dios sobre la cruz). El Principio, comprendió, era una estructura fractal — un motivo repetido, una y otra vez, idéntico sin serlo nunca, una brecha, un universo. Un saber tan antiguo como peligroso.

Recordó las miradas insistentes en los callejones de Medina. Los Khamsin. Una orden secreta, al servicio de un poder que quería borrar todo rastro del Espejo del Cielo. Todo rastro del verdadero saber.

Layla tomó la pila de Bagdad. La sostuvo a la altura de su rostro. Una luz azulada se escapó de ella, como una respuesta llegada de lo alto. Su padre le había confiado, la noche de su huida: “La fuerza sutil y extraña de esta pila es una memoria. Una memoria de lo que se ha perdido.”

Tenía entonces dieciséis años. Las llamas devoraban la biblioteca familiar. Los gritos de su madre aún resonaban cuando él la empujó a un túnel escondido. “Huye, mi hija. Encuentra el Espejo del Cielo. Mostrará las estrellas como eran antes del Diluvio.”

Había corrido, llorando, jadeando, asustada, pero sin mirar atrás.

Una nube cubrió el sol. El aire se enfrió bruscamente. Sacó un pequeño espejo de cobre, lo inclinó hacia el cielo. El reflejo se emborronó, se deformó… Una espiral apareció, similar a una galaxia en gestación, salpicada de estrellas nacientes.

—¿Quién eres? Murmuró.

No hubo respuesta. Pero en ella, una certeza nació: este viaje que duraba desde hacía años era una iniciación.

Guardó el espejo en el maletín, bajo el doble fondo, tocó una pluma de acero encontrada en un templo persa. Su mano vaciló. No sabía por qué la conservaba. Quizás la encontraba hermosa, o quizás le recordaba algo precioso que había perdido.

La noche envolvió Al-Ula. Las estrellas surgieron, una a una, en la bóveda oscura, hasta formar un mar centelleante. Layla se sentó cerca de su fuego, la pila de Bagdad al alcance de la mano. Desenrolló el manuscrito de Axum. Las letras quemadas parecían vibrar.

—Beréchit anuncia al Hijo, susurró.

Trazó un círculo en la arena. Luego un segundo, entrelazado con el primero.

—¿El Hijo de quién? ¿De qué? Preguntó al desierto.

El viento se calló, pero su instinto respondió. El Hijo del Principio. Y el Principio… era una espiral sin fin, siempre más grande, siempre más lejos.

A lo lejos, un crujido de arena. Se quedó quieta, los dedos sobre el mango de su cuchillo. Su mirada barrió las sombras. Una silueta? No. Solo el viento jugando con las dunas.

Cerró el rollo, cerró el maletín con llave. Mañana, exploraría el templo. Quizás allí encontraría la primera clave del camino hacia el Este, hacia el Espejo.

Acostada cerca del fuego, la pila apretada contra ella, Layla se sumergió en el sueño. Los sueños la llevaron a un cielo invertido donde las estrellas eran espejos, y donde extraños barcos de luz derivaban sobre las aguas primordiales.

Capítulo 2: La Ciencia de las Letras

La Meca respira al ritmo de los pasos de los peregrinos. Las estrechas callejuelas se enroscan, imitando serpientes de piedra alrededor de la Kaaba, donde las sombras bailan entre las columnas. Ilyas ibn Harun camina sin hacer ruido; sus sandalias apenas rozan el suelo, como si cada paso debiera respetar el silencio sagrado de los textos que lleva en su interior. A los veintiocho años, ya es un hombre de ciencia, pero no como los demás. Su saber se mide por la profundidad con la que escucha cantar a las letras, por la manera en que vibran bajo sus dedos.

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